miércoles, 19 de mayo de 2010

La maroma mixteca: rito ancestral que aún palpita

Don Erasmo ha sido maromero desde la década de los 70´s. Aquí sostiene su huácaro al lado de su esposa Victorina.


CRÓNICA LITERARIA

Por: Hugo Pacheco Méndez

El sol implacable de la sierra mixteca reclama su fama en cada senda. Las frentes bronceadas de los campesinos refulgen abajo, entre los surcos de maíz y trigo que tardan en nacer. Las mujeres se levantan temprano para ir al molino y con sus manos convertir la masa en un manjar para sus esposos. El vaho del atole impregna la carretera a las siete de la mañana. El viento ruge lanzando los sombreros al asfalto. La gente de diversos pueblos cercanos se levanta temprano para vender su mercancía o sus animales. Ancianos, niños y hombres en su mayoría van en una pick up. Se dirigen hacia San Miguel Amatitlan, un poblado del estado de Oaxaca, a cuatro horas de la capital. En ese sitio vive una familia que se ha convertido en leyenda; que según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) practica un rito ancestral: la maroma.

¿Conocen la maroma?

I
Su nariz sobresale cuando se le mira desde el retrovisor. De facciones gruesas y tensas arrugas en la frente que el arado del tiempo ha dejado: Jacinto Angón conduce pensativo la pick up, deseando poder terminar temprano la jornada para al menos, cenar con su familia. Durante más de treinta años se ha ganado la vida viajando de Huajuapan de León (una pequeña ciudad a tres horas de la capital que es cuna de un baile mundialmente reconocido: El jarabe mixteco) a

San Miguel Amatitlán.

“¡Ahí viene la maroma, ahí viene!”, gritaba Jacinto por las calles polvorientas de Amatitlán. Era la década de los 70´s, cuando en los pueblos de la mixteca decir maroma era un sinónimo de diversión. Al ritmo de una banda de viento, los maromeros eran la gran alegría del pueblo. Él se buscaba un buen lugar entre la multitud y bajo la luz de la luna, contemplaba las acrobacias de aquellos payasos de pueblo que también cantaban, actuaban y en el acto final, retaban a la muerte.

II

En Huajuapan vive otro conocedor de la maroma… él recuerda que fue una noche de desvelo. Las risas, la música, el clamor de la gente despertó su curiosidad y se olvidó del sueño. El niño salió de su casa a media noche. En la calle, una decena de hombres vestidos con telas multicolores bailaban, cantaban y recitaban versos. La banda de viento estremecía el ambiente. La multitud aplaudía y miraba expectante a esos hombres que tenían el rostro teñido de blanco. De pronto, uno de aquellos personajes escaló sobre un conjunto de troncos suspendidos a diez metros de altura, se sujetó los pies con un lienzo y se dejó caer temerariamente de cabeza. Los pobladores estallaron en júbilo; suspiros y aplausos inundaron el lugar. Así fue cuando Neftalí, un niño de ocho años, contempló por vez primera el espectáculo atávico de los maromeros.

Hoy Neftalí Gonzalez Huerta tiene 60 años, es cirujano dentista por la UNAM y sigue recordando aquel año mágico de 1959 gracias a los maromeros. – “No se podía celebrar la feria del pueblo sin ellos, eran el principal espectáculo. Antes no existían juegos pirotécnicos, no se organizaban grandes bailes ni jaripeos”. – Dice, mientras cierra los párpados en señal de recuerdo. Es cierto, en los años cincuenta el estruendo de los juegos mecánicos y la pirotecnia aún no invadía la región. Los aplausos y la fama se la llevaba La Compañía Campesina (mejor conocidos como maromeros, un grupo de 6 a 12 hombres), quienes suspendidos a grandes alturas sobre quiotes (madero que produce el maguey) y cuerdas, recorrían los pueblos, pregonando el encanto de una colorida tradición.

III

Desde la sala de espera de su consultorio, Neftalí suspira, recordando a los maromeros. Se queda sorprendido, porque son pocas las veces que se le pregunta aquello. Él conoce a la mayoría de maromeros que habitan en los poblados cercanos, y no es de extrañarse que al igual que Jacinto Angón, quien viaja por un camino de terracería para entrar a San Miguel Amatitlán, conozca a la gran leyenda. Ambos oaxaqueños siguen recordando una tradición de su tierra que actualmente ha perdido difusión, pero nuca el encanto.

La Nissan roja de Jacinto se aproxima tambaleante, él se persigna y da gracias por el primer viaje del día mientras penetra en el pueblo. Se le pregunta sobre un tal Erasmo Jiménez… quita la vista del camino, fija sus ojos en el retrovisor y pregunta: “¿No será un payasito?”.

La leyenda tiene un hogar y una historia

I

En este pueblo, de montes reverdecidos y cielo impoluto, todos se conocen. Y cuando se trata de un maromero sólo hay un lugar a dónde ir: la calle Emiliano Zapata. Jacinto, el chofer, tuvo la gran fortuna de ver el acto del maromero más famoso e intrépido cuando la vejez aún no golpeaba su cuerpo. También pudo ver cómo la maroma se convirtió en una herencia dentro de la familia Jiménez Fernández.

Alfonso Jiménez, uno de los cuatro hijos de don Erasmo y el único que siguió a su padre en la tradición de la maroma, no está en casa, ha ido a Mariscala (un poblado al sur de Amatitlán, a una hora de distancia en auto), para: “cobrar un dinerito que le mandaron del norte”, dice Victorina Fernández, su madre. “Pero pase, pase, está en su casa”, dice la mujer, y su mirada expresa una nostálgica belleza. Da media vuelta, su cabellera teñida de blanco se balancea sobre sus hombros y abre la puerta de su hogar, hecha de lámina y yute (soga hecha de fibra). Se posa frente a un anciano que mira hacia el cielo como buscando respuestas y dice: “Éste es mi marido”.

II

El hombre no logra recordar. Las huellas del tiempo se reflejan en su mirada nublada. El hombre no comprende. Trata de hilvanar palabras que no salen de su boca. Hurga en su memoria para encontrar un pedazo de recuerdo. Su esposa Victorina le muestra un atuendo. Repentinamente, Erasmo Jiménez responde, la neblina se extingue de su rostro y parece un niño de 87 años con deseos de vivir. “! Ese es mío, es mío!”, dice el hombre, con una voz de infantil lamento. La prenda se llama huácaro, es de una sola pieza, tiene un cierre que va del cuello a la cintura y es de color morado con amarillo; el hombre lo sujeta fuertemente con sus manos de campesino, como si tuviera miedo de que al soltarlo su vida cayera con él. Ahora Erasmo recuerda. Aquel es su atuendo, durante seis décadas fue un maromero, un payaso de pueblo. Las risas y los aplausos de la gente aún se estremecen en su mente.

III

Don Erasmo, sentado sobre la cisterna, escucha la voz de una niña. Es Rosario, su nieta, hija de Alfonso. “Abuelito, abuelito”. Los pasos cansados de un hombre que rebasa la octava década se dibujan sobre el piso lodoso. Victorina tiene las manos envueltas en espuma de jabón. Sonríe, dice que estaba lavando, que su esposo ya no oye, que está muy grande y se enferma muy seguido, que don Erasmo aún lleva la maroma en el corazón.

Viven en una casa de dos cuartos rodeada por tabiques apilados. No alcanzó para construir la barda. En el patio corren dos pollitos detrás de su mamá, un guajolote y una marrana que está preñada; estos animales son lo único que tiene la pareja de ancianos. “Mi hijo Alfonso ahora es el maromero, mi esposo a veces lo acompaña pero el cuerpo ya no le responde. Es un necio, hace un mes se fueron a San Marcos y regresó enfermo de la garganta, ya está muy viejito, todo le hace daño”. Don Erasmo escucha las palabras de su esposa, sabe que aquello es cierto, pero él sigue sosteniendo su huácaro y pensando en el pasado.

Victorina conoció a Erasmo cuando ella tenía 18 años y él 23. En ese entonces no sintió temor por compartir su vida con un acróbata del cielo. Ella improvisaba bailes al ritmo de la música mientras él se colgaba de manera intrépida. Después llegaron los hijos. Doña Victorina le puso un hasta aquí a don Erasmo: “No, no, no, ya no vuelvo a ir contigo. Si no tuviéramos hijos pues sí, pero ya son dos niñitos. Tampoco quiero que te arriesgues tanto, te entregas a la cuerda como si lo fuera todo. ¿Pero te imaginas si te pasa algo? Me quedaría yo sola con mis hijos”. Victorina acepta que le daba terror ver a su esposo colgado de esos palos, sabiendo que en cualquier momento podría caer, dejando sin padre a sus hijos.

A don Erasmo las palabras se le escurrían, estaba encantado con su oficio, le decía a su esposa que no se preocupara, que nada le iba a pasar. A doña Victorina no le quedó de otra que admitir lo que era su esposo: el mejor maromero de la región. Aceptó vivir con un honesto payaso de pueblo que la besaba y le dejaba pintada de blanco la cara. Don Erasmo llegaba al otro día después de una función con rastros de maquillaje blanco y un dinerito extra en el bolsillo.

El costo de la pasión

Un campesino en Amatitlán gana de $200 a $400 pesos a la semana, dependiendo de la temporada y del clima. Los albañiles suelen ganar bien, pero consumen la mayoría de sus ganancias en alcohol, dice Esmeralda Durán, dueña de una tienda que está enfrente del edificio municipal. Por ello los jóvenes optan por el sueño americano. Pocos son los que regresan, entre los afortunados están los dos hijos de Esmeralda. “Pasar al otro lado está cada vez más difícil, lo bueno es que mis hijos no se olvidaron de su madre… y de su pueblo”. Pero regresarán a Los Ángeles en octubre, después de la feria de San Miguel.

En este contexto, la maroma está en peligro de desaparecer. Ser payaso de pueblo no es nada redituable. Rara vez son contratados para una fiesta y la mayoría de las veces tienen que viajar a otros poblados. Victorina dice que a su esposo y a su hijo le pagan $2,000 pesos cuando salen a otro pueblo, pero con eso tienen que cubrir el transporte para 6 hombres y lo que cobre la banda de viento. Las ganancias se reducen a $200 pesos por persona, en un día de trabajo que les puede costar la vida. Victorina gasta el dinero en “un kilito de frijol, de maíz y un pedacito de carne. Antes con un real, que eran pocos pesos, compraba carne para una semana, hoy con cincuenta pesos a uno no le alcanza ni para dos días”. Victorina, a sus 82 años, tiene que racionar la comida, mientras su esposo lo da todo por su pasión a la maroma. Ella debe esperar que la poca milpa que sembró en un terreno que le prestó su cuñada, florezca, y que la marrana dé a luz para pensar en una comida que al menos les sacie a medias el estómago.

Por esto, al ser campesinos mixtecos y ocasionalmente maromeros, la familia Jiménez Fernández no vive: sobrevive. Pero la maroma es el aliciente para que Alfonso Jiménez y su anciano padre sigan respirando. Ambos comparten el amor por esta tradición que, según Guillermo Círigo Villagómez, jefe de la Unidad Regional de Culturas Populares de Huajuapan, es considerada patrimonio nacional por la UNESCO.

La maroma data de la época de la Colonia. Hoy su significado cultural es insondable; según la historiadora María de los Ángeles Ojeda, en el código Vindobonensis (escrito en mixteco), existen pictografías que muestran: “a un acróbata que se encuentra dentro de una plaza ceremonial rodeado de cuentas azules y de un gran mosaico redondo de turquesa, lo que califica a esta representación de sagrada”. Actualmente, los acróbatas son presos de los salarios y viven asfixiados por la pobreza. A pesar de que practican una tradición milenaria, Erasmo y su hijo se siguen debatiendo la vida para llevar algo de comida al hogar.

El anciano, sentado en la cisterna, ve a su esposa, baja la mirada y dice: “Yo era maromero, trabajaba en las alturas, pero hoy ya no puedo. Hoy le toca a él”, se refiere a su hijo, el único de los cuatro que convirtió a esta tradición en su forma de vida. Sobre los hombros de Alfonso recae la responsabilidad de mantener viva la maroma.

Herencia y nada más

Son las tres de la tarde, un cúmulo de nubes grises se posan sobre Amatitlán, el viento mece la hierba y la lluvia comienza a percibirse a lo lejos. Alfonso Jiménez Fernández se baja de una camioneta Nissan azul que Jairo, su hijo, trajo del norte. El maromero está en casa. A los 22 años, en gran parte por la necesidad, fue que la maroma entró de lleno en su vida.

Su padre Erasmo le enseñó a maquillarse con la ceniza de la leña, le lastimaba los ojos pero no había de otra. Le enseñó también unos versos que siempre ha recordado: “La ra lai ra ra ra la rai la ra ra ra… Ya poco a poquito, ya poco a poquito yo les diré la verdad. Ya poco a poquito ninguno se me escapará. A cierta joven yo amé con el son de que la quería. Con placer y alegría todo mi amor le entregué. A los pocos días le noté que ella tenía otro amorcito. Yo me quedé tristecito. ¡Después que la voy mirando, que con otro le andaba pegando! Ya poco a poquito ninguno se me escapará…”.

Cuando Alfonso canta se percibe la magia y la dulzura de un niño a los diez años. La maroma es su vida, un rito ancestral que su padre le heredó. Don Erasmo no sabe escribir ni leer por ello comienza a olvidar los versos, pero Alfonso los ha rescatado de las garras del olvido.

Pancho González, un maromero de Tacache de Mina (poblado mixteco que se encuentra a 40 min. de Amatitlán), también fue maestro de Alfonso. Era conocido como Pancholín. Sus cánticos se dejaron de oír por la región cuando una tarde de abril cayó del trapecio, sus familiares hicieron todo lo posible por salvarle la vida, pidieron dinero prestado y lo llevaron a la capital. Pero era demasiado tarde, el cuerpo de Pancholín no resistió. Alfonso era muy joven pero con la muerte de su maestro comprendió que la maroma no era ningún juego.

Al igual que don Erasmo, Alfonso inculcó a Pepe, el único de sus hijos que hasta hoy en día lo acompaña a la maroma. Pepe titubea, mira de un lado a otro, busca algo que no encuentra, y es que los habitantes de estos poblados son tan humildes y sinceros que los vuelve sumamente expresivos, cada facción es una acuarela de sentimientos entrelazados. Toma valor y por fin dice con orgullo: “Pocos saben lo que realmente es la maroma. Sí es un espectáculo, hay risas y aplausos pero pocos conocen lo que hay detrás; el sacrificio, la necesidad, el riesgo de perder la vida…” Pepe ya no es ningún niño, también tiene esposa y dos hijas. Es el sustento de la familia y debe de buscar un empleo alterno a la agricultura. La maroma llegó a él más que por amor, por necesidad.

La tradición no se ha perdido. Los ojos de Pepe, Alfonso, Erasmo y su Esposa Victorina lo demuestran. Insisten, reclaman atención de las autoridades. Sus pupilas se abren de entre las arrugas, las vencen, triunfan en ese amor por lo que algún día sus antepasados mixtecos consideraron una ceremonia, un rito, un arte que hoy, en esta actualidad distorsionada, aún palpita en sus miradas.

San Miguel Amatitlán parace revivir. Cae la lluvia. Los niños corren por la pequeña plaza, correteando a las gallinas y los perros. Esa es su vida, crecer para ser campesino o mojado en Estados Unidos, pero nunca, ser maromeros.

Los rayos rasgan el cielo de Amatitlán. Los pobladores son felices cuando ven llover, porque es un augurio de buenas cosechas. La sinuosa carretera esconde secretos que invitan al visitante a explorar. Misterios que son patrimonio de todo mexicano, que aún palpitan después de siglos. Don Erasmo se frota las gruesas manos. Los aplausos de la gente aún retumban en su mente, que ya no deja de recordar. “Si queremos conservar esto debemos de seguir con la tradición, que no se pierda, hacer que los jóvenes se interesen”, dice Alfonso. Su hijo Pepe lo mira y asiente, sabe que ahora le toca a él conservar viva la maroma…

“La ra rai, la rai la rai. Mañana me voy temprano… Sabe Dios si volveré… Otros aires me darán… y otras tierras… pisaré”. Sigue cantando Alfonso Jiménez, el maromero de Amatitlán, el hombre que decidió convertir un rito ancestral en su amante y su vida entera.



ENSAYO LITERARIO

Sangre y libertad
(Fugaz retrospectiva de la historia mexicana)


Por: Hugo Pacheco Méndez

Tierra fértil, tierra virgen colmada de vida. El sol implacable, cansancio, manos deslavadas por la injusticia. La Colonia, una mezcla de razas: criollos, mestizos, indios, esclavos y españoles. El viejo y el nuevo mundo eran uno mismo. Las raíces y el legado nacional sobrevivía en el campo. Era el cielo para algunos, el infierno para tantos.

Tres siglos de castigo para el indio. Una llama de coraje refulgía en las pupilas del campesino. En las minas de plata, el deseo de justicia y libertad se forjaba con cada golpe contra la fortaleza de las rocas. En el rostro del obrero, el hastío, el odio hacia el mal gobierno y la situación de su pueblo. Bajaba la mirada, veía sus pies desnudos teñidos de sangre, sus piernas cansadas cubiertas por un roído esparadrapo de manta, palpaba su tez polvorienta: sabor amargo en la boca, desesperanza. Pensaba en su mujer, explotada en las haciendas de ricos españoles, de violentos usurpadores. El futuro de sus hijos, un caótico y violento espejismo. Su vida estaba en manos del enemigo.

Los sembradíos mecidos por la cálida brisa y el cielo salpicado de nubes. El atardecer en La Colonia era de una tensa belleza: el galope de caballos por las sendas polvorientas, el perfume de azucenas y la espiga dorada retando al lánguido sol. La vida era bella en aquella época, pero no para los indos. Bajo este hermoso velo, la injusticia se burlaba de la sociedad. El español indomable, preso de la avaricia. A sus ojos, el pueblo era una masa apática y ridícula. El poder jamás cambiaría de manos, pensaban. Cómo fijar siquiera su mirada en esos pobres y frágiles pedazos de humano, con su tez canela, con sus manos como grietas en un desértico paisaje, con sus ojos negros e ignorantes. Pero el pueblo les haría ver todo lo contrario.

La Ilustración y sus ideales llegaron a oídos de criollos mexicanos. La Revolución Francesa y la Independencia Norteamericana alimentaron con el espíritu de libertad a los futuros héroes de la independencia. El poder español en México no se percataba que la espada de Damocles pendía sobre ellos. Los excesos, el maltrato a los desprotegidos y la corrupción continuaban su paso. En el mundo se sentía el vaho de la pólvora, el eco del estrépito sonido de fusiles, los gritos de terror: la guerra se percibía en el ambiente.

En Querétaro, la conspiración se fraguaba. Ya era tiempo de alzar la voz, de cambiar el destino. La lucha se respiraba en el ambiente, era inminente. El primero de octubre de 1810 era la fecha pactada, todo estaba listo, el pueblo afilaba los machetes y besaba la imagen de la Virgen María. Los libertadores: Miguel e Ignacio Allende, Juan Aldama, el corregidor Miguel Domínguez, su esposa y Miguel Antonio Hidalgo y Costilla Gallaga esperaban deseosos el gran día. Pero la insurrección fue descubierta. La quietud de las aguas fue estrepitosamente alterada. El tiempo pendiendo de un hilo, los sueños que se derrumbaban, toda la magia de la Ilustración se desplomaba. Era tiempo de actuar, actuar para triunfar

Madrugada del 16 de septiembre. El frío matinal que sucede a la noche despertaba a los habitantes de Dolores, Hidalgo. Día de tianguis en la plaza, los comerciantes comenzaban a desempolvar sus bancos y bendecir su venta. Hidalgo recibía el anuncio de Doña Josefa Ortiz de Domínguez, la conspiración había sido descubierta. El anunciante despertó con estrépito el apacible sueño del cura. No había otra salida más que matar gachupines. Recorrió presuroso las calles polvorientas gritando a los pobladores que el día de la insurrección había llegado. Con frenesí, subió los escalones de la iglesia municipal, llegó hasta el campanario y lo hizo cimbrar. La gente se aglutinaba para escuchar su arenga. Hidalgo tragaba aire y de sus pulmones nacían las palabras: “¡Abajo el mal gobierno!, ¡viva Fernando VII!". El inicio del movimiento estaba trazado en el aire con la voz del sacerdote. Era la pasión de Hidalgo.

Su ejército, integrado por campesinos y obreros en su mayoría, alcanzó una cifra descomunal. Con el tiempo, la actitud de los guerrilleros cambió de ser combativa a llevar a cabo actos de vandalismo. Hidalgo estaba preocupado ante tal situación y ordenó la retirada hasta que las cosas se calmaran. No llegaría tal día, el Padre de la Patria sería fusilado y degollado el 30 de julio de 1811. Hidalgo pasó de ser un simple cura desconocido a portar el emblema de héroe de la patria por siempre.

La consumación de la independencia llegó 11 años después, el 27 de septiembre de 1821. Se había firmado el Tratado de Córdoba, Iturbide tomaba el poder tras haber derrocado al régimen español. Pero él nunca sufrió las penurias de un campesino, nunca conoció el hambre, la sed de justicia, tampoco experimentó el verdadero martirio de un obrero al ver a su familia desfallecida. Por ello durante su imperio, se encargó de disfrutar los jugos de la victoria y el lujo. La sociedad quedó olvidada. Retornó a la bruma que vivió antes de Hidalgo.

Llegaría al poder Antonio López de Santa Anna en 1833, con su gobierno claroscuro, con pésimas decisiones que le costaron al país la mitad de su territorio. Fue un nuevo fallido imperio. La Constitución de 1824 estaba vigente pero la sociedad ya devastada por la independencia, se vio aún más menguada por la intervención francesa, la causa, decisiones equívocas del presidente Santa Anna.

El Porfiriato, etapa de la industrialización y la modernidad mexicana. Era un velo de dos caras. La corrupción fue una constante del poder ejecutivo. La Revolución se dio por el hastío del pueblo. Después de un siglo pedía a gritos un cambio, un cambio real y palpable. La figura de Pancho Villa y Zapata se enalteció. Los héroes son denominados así por ser grandes salvadores del pueblo pero como los malos gobernantes, tienen un fin, muchas veces fatídico y un periodo breve de victoria. Así se fueron los héroes de la Revolución. Esa imagen de Villa y Zapata sentados en la silla presidencial sin saber qué hacer es irónica. Tanta lucha, tanta sangre, tanta angustia derrochada sin razón. La fuerza no lo es todo. Un buen gobernante sabe luchar y gobernar. Lamentablemente en 1910 no fue el caso.

Siglo XXI, año 2012, candidatos presidenciales que emanan ignorancia. Las televisoras, dueñas del poder, de la opinión pública y de las mentes de los mexicanos. Bombardeo de información. Declaración, tras declaración de diputados, senadores, gobernadores, etc., en los medios. Nadie le pide su opinión a un obrero que trabaja doce horas y que duerme cuatro; a una madre cuyo esposo la ha golpeado y dejado con tres hijos; a una mujer violada en plena luz del día por policías; a un niño que transporta paquetes misteriosos por las calles. Nadie fija su pensamiento hacia la realidad en que se vive. La población se droga con las redes sociales mientras nos degradamos lentamente como sociedad. Luchamos contra un fantasma. Contra un monstruo que hemos creado, que la historia se ha encargado de forjar.

El pasado retumba en cada ínfimo hueco de la República Mexicana. Al parecer, poco ha cambiado La evolución ha sido natural. El supuesto avance también. Somos una sociedad distinta, no por tener un mejor gobierno, sino por las enseñanzas del tiempo, que en realidad no hemos sabido aprender.

Desempleo. Inseguridad. Racismo. Pobreza. Enfermedad. Injusticia. Corrupción. El llanto de la patria es el llanto de hace dos siglos.

Los bosques han sido talados. Los campos están repletos de milpas muertas, la espiga dorada ya no contempla al viejo sol, el canto del gallo se percibe a toda hora. La tierra es árida. No es culpa del campesino que se desvive por su siembra, es culpa del Estado. El ambiente mexicano expresa una trágica belleza. ¿Una sublime pintura?

Muerte: delincuencia enferma que no conoce los límites de la razón, narcoguerra inútil, suicidio, desesperanza, sangre por doquier. Pobreza: las calles del centro capitalino colmadas de campesinos sin empleo, que tartamudean el español, que buscan restos comestibles en la basura, que son almas en pena del pasado; la infancia mexicana pidiendo alimento en los vagones del metro, rezando por una respuesta. Injusticia: Dos mujeres indígenas encarceladas por cuatro años sin razón, un diputado ganando 150 mil pesos al mes, un campesino que recibe 50 pesos al mes de ayuda, estudiantes sin empleo, narcotraficantes millonarios. Racismo: Ley Arizona.

En el pasado nuestros héroes derramaron sangre a cambio de libertad, pero en 2012 se vive una injusta libertad. Una libertad presa, una libertad sofocada, una libertad esclava de sí misma. Porque es la libertad mexicana. ¡México! Gritan por las calles ¡México! Repiten niños y ancianos. ¡México! Aclama el presidente. ¡México, que viva México! Sí, que viva México y que muera en vida lentamente.


ARTÍCULO DE OPINIÓN


Los capos y la muerte, una comedia mexicana

Por: Hugo Pacheco Méndez

El jefe de jefes, Arturo Beltrán Leyva, reposa en el campo santo bajo un mausoleo de lujo, ésta es su primera asunción desde el inframundo y las cosas entre seguridad y narcotráfico, parecieran no variar. Su muerte alimentó a la violencia, encubó a la venganza y rodaron cabezas; la primera, colocada en su tumba a un mes de haber fallecido. La lucha por el territorio continúa y los ríos de sangre no han cesado de fluir. Pero es un circo, un cruel espectáculo. El pueblo toma asiento, se acomoda y se dispone a contemplar el gran teatro entre narcos y políticos, que es lo único gratis en este país.

El 30 de agosto (de 2010), fue detenido Edgar Valdez Villareal, uno de los pilares de la organización delictiva de los Beltrán Leyva. Un día después era presentado ante los medios, en su rostro se dibujaba una cínica sonrisa, se le veía tranquilo, su respiración calmada, casi posaba para la fotografía, como toda una Barbie. Sabía que era cuestión de tiempo, lo tomó como un periodo para descansar y librarse un poco del peligro exterior, a fin de cuentas, la corrupción estaba de su lado. Desde el cielo, Arturo Beltrán le daba su bendición, o tal vez lo condenaba por no haberlo apoyado aquel día de diciembre, cuando rodeado por la marina y el ejército se entregaba al dulce sabor del plomo; sólo pocos conocen la verdad.

Entre ellos, Sergio Villarreal, El Grande, quien fuera el colega de La Barbie en los tiempos dorados del clan, cuando todo era miel sobre hojuelas, juntos se ganaron la confianza del buen Barbas (Arturo Beltrán Leyva), pero en los planes de La Barbie no encajaba su antiguo amigo; la guerra por el territorio comenzaba, y no se detuvo hasta que la heroica Policía Federal capturó primero a La Barbie y después a su ahora contrincante Sergio Villarreal el 12 de septiembre. Hoy éste pide clemencia a cambio de abrir la boca, sabe que su muerte puede estar cercana, pero prefiere llevarse a unos cuantos por delante, sabe que es un chivato que puede condenar a un capo, a un narco, a un policía y a un político. No sonríe como La Barbie, aún no sabe que el sistema no es tan rígido, que a pesar de que hable, el Estado inculpará a un inocente, o la sentencia será risible; aún desconoce algunas leyes mexicanas.

Durante la última semana de octubre, el estado de Guerrero se tiñó de miedo y de sangre. En las calles el olor a cadáver era abundante, las autoridades en una fuga imprecisa declaraban seguir investigando, seguir ahuyentando la mala racha, que desarmaba su cuartada con el narco. Todo podría ser tan normal; matar, vender, comprar, mentir, ser ¿Felices?

La victoria de un capo es efímera, puede sentir el aroma de la libertad, la piel de hermosas mujeres, esnifar el júbilo del dinero (que a fin de cuentas es papel pintado), pero su felicidad se convierte en una incógnita. Asesinan, descuartizan, secuestran, roban, viven y mueren por un ideal, ser dueños de un pedazo de tierra, de un nombre, cuando ven su rostro reflejado en el aparato receptor, sonríen, posan y suspiran; esperan. Es un círculo perfecto. Un policía estira la mano, palpa un gran fajo y sueña; un capo hace un gran traslado de droga, deja morir a diez o quince empleados pero el fin justifica sus medios; un alto mando político recibe otro gran fajo, consume el producto, domina a las masas, sonríe, saluda, y lucha por el voto como un perro. Todo conlleva a un mismo fin, la muerte, pero no es lo mismo descansar enterito, que en partes. No es corrupción, no es inseguridad ni pobreza la palabra indicada, simplemente es Injusticia, simplemente es el Sueño Mexicano.


ARTÍCULO DE FONDO


De pesos, de miles y… golpes

Por: Hugo Pacheco Méndez

Tenía cinco años, mi madre enfrente del televisor, maldiciendo a un señor de traje, con la bandera mexicana adherida al torso. Yo sostenía un billete de diez pesos en la mano, era domingo, para mí esa cantidad era una fortuna. Mi mamá estrujaba entre sus manos un pequeño fajo de billetes, lanzaba una que otra grosería, se sentaba, resignada, y cambiaba de frecuencia, el Canal de las Estrellas era siempre la solución tras una mala jornada. Hoy, doce años después, la historia es similar, hoy sé que aquellos disgustos y maldiciones enfrente del televisor se debían a un problema con el que México nació y posiblemente va a morir, la injusticia. La injusta repartición de bienes es en nuestro país una constante.

Ayer por primera vez en el sexenio de Felipe Calderón, se dio un incremento significativo del presupuesto dirigido a las comunicaciones, la educación y el campo. La información dice que se castigó el ramo de seguridad para 2011, sí, claro, lo hirieron de muerte para salvaguardar a la valiosa educación mexicana, a esa mártir; y hoy, después de cuatro años, se le tuvo un poco de lástima a la espiga destrozada por el sol, al amante de los revolucionarios: la tierra. Los recursos asignados a la educación ascienden a los 230 mil 360 millones de pesos, las comunicaciones se llevan 85 mil 392 millones y el campo 73 mil 896 millones. La cotidianidad ha hecho que la repartición de la riqueza se nos haga tan común, que pasa frente a nosotros y ya no pestañeamos, ni siquiera nos sorprende, simplemente suspiramos. Es el pan de cada día, a lo que nosotros respondemos con una cálida resignación.

A los nueve años la curiosidad me llevó a preguntarle a mi madre cuánto ganaba, comencé con ella y repasé todos los oficios, hasta llegar al máximo poder de todo país, a ese puesto que los padres les aconsejan a sus hijos ser algún día de grandes; el presidente de la república. La cifra era incalculable, por ello mi madre finalizó la plática con un “¡Más hijo, más que ningún otro, ese pinche Zedillo cara de grillo gana más en un día de lo que tu pobre mamá en un año!”.

Un diputado gana aproximadamente 120 mil pesos al mes, un senador mínimamente 90 mil, mientras que un empleado cualquiera, o una enfermera como mi madre, no rebasa los 9 mil pesos y trabaja durante más horas. Pero hay buenas noticias también, en 2007 la Ley de salario máximo estableció que ningún funcionario público podría ganar más que el presidente, es decir, únicamente menos de 163 mil pesos al mes. Bastante alentador. Y se piensa en que México está progresando, con salarios como esos el progreso es sólo de unos cuantos, mientras como asiáticos perdidos, el pueblo se pregunta ¿por qué? La injusta razón es que es tierra azteca.



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